Cada año celebramos Pentecostés, una festividad que conmemora la venida del Espíritu Santo prometido por Jesús. Este acontecimiento, narrado en el libro de los Hechos de los Apóstoles y en san Juan, marcó el nacimiento de la Iglesia.

El término “Pentecostés” proviene del griego “pentēkostē“, que significa “quincuagésimo“. Para el pueblo judío, referencia al quincuagésimo día después de la Pascua. Así, cincuenta días después de la resurrección de Jesucristo, estando los discípulos reunidos recibieron el don del Espíritu Santo. don que les hacía pasar el miedo a  la valentía, del aislamiento a comunicar a otros la buena noticia.

En Pentecostés, por tanto, celebramos la presencia y el poder del Espíritu Santo en la vida de la iglesia. El mismo Espíritu que acompañó a Jesús, es el que nos capacita para  la misión, y quien nos impulsa a dar testimonio y vivir la unidad en la diversidad.

Pentecostés marcó el inicio de la predicación del evangelio por parte de los discípulos después de la pasión y muerte de Jesús. Lo que parecía ser el fin, resultó el inicio de un nuevo tiempo, de una nueva forma de presencia. Allí donde parecía que todo había sido un fracaso, trajo la oportunidad de hacer a los discípulos más corresponsables en la misión. La venida del Espíritu se tradujo en un envío que buscaba alcanzar todo el mundo conocido, toda realidad. El Espíritu vino y sigue viniendo para acompañar a los aprendices de apóstoles de todos los tiempos.

Pentecostés sigue siendo hoy un momento muy significativo para  reflexionar sobre el papel del Espíritu Santo en la vida y la misión de la Iglesia. Nos ayuda a actualizar el mandado de Jesus: “Id y haced discípulos míos a todos los pueblos”. El Espíritu que recibimos nos invita a renovar nuestro compromiso apostólico de hacer de nuestra vida un lugar para el anuncio del Evangelio. Reconocemos al Espíritu porque trae unidad en medio de la diversidad y nos ayuda a romper barreras, generar encuentros y hablar nuevos lenguajes.

Que el Espíritu de Pentecostés nos aliente a reflexionar acerca de nuestro lugar en la iglesia y sobre cómo estamos comprometidos con su actividad misionera. Ésta no solo se da en las parroquias y realidades eclesiales, sino también en nuestros propios ámbitos de vida entendidos como lugar de envío y espacio de misión. Se trata de visibilizar la presencia de Jesus, actualizándola y prolongándola con  nuestros amigos, vecinos, conocidos, etc. ¿Nos puede impulsar el Espíritu a ello?